Tendencias VozPopuli – Hacia las montañas de Benasque
Si vamos a realizar un viaje de la tierra baja a la montaña, es indispensable que en nuestra maleta interior incluyamos indicadores de alertas sobre los cambios que percibirá nuestro sistema emocional al ir asimilando los significados simbólicos de la altura y la verticalidad, la masa y la forma.
La idea de elevación interna se puede experimentar, por ejemplo, en un viaje al Valle de Benasque —rodeado por la mayor concentración de picos superiores a los tres mil metros de todo el Pirineo— tanto si desea uno enfrentarse al ascenso del rey Aneto, como si quiere disfrutar de una estancia de esquí o pasear por los pueblos de piedra y pizarra.
Sea cual sea el lugar de procedencia, la multiplicidad del universo expandido —como las ramas de un árbol invertido— convergirá pronto en una población donde el viajero ya percibirá un primer cambio con su mundo anterior. Atrás quedan, por ejemplo, las extensas tierras, verdes en primavera, coloradas de amapolas en verano, doradas en otoño y marrones en invierno del Somontano y El Cinca. La duda existencial, la incertidumbre del límite entre tierra baja y alta, se mantiene en el paisaje indeciso desde Graus hasta Campo, con su alternancia de bosques mediterráneos, atalayas rocosas y fértiles tierras de cultivo junto a la ribera del río. Luego, el río Ésera, el nervio por el que fluye la savia, nos acompañará en la misma dirección, pero en sentido contrario, hasta la localidad de Seira, y nos mostrará orgulloso cómo ha sido capaz de excavar, con su erosión milenaria, un impresionante cañón, el Congosto de Ventamillo, en las paredes que ahora lo escoltan y que se abren poco antes de El Run para que se acomoden los pueblos del valle desde Castejón de Sos a Cerler, pasando por Vilanova, Sahún, Eriste y la Villa de Benasque.
A partir de ahí, los requisitos de toda ascensión, tales como la diligencia, la dedicación y la perseverancia, cobran vida cotidiana en todos los antiguos detalles de la presencia humana, restos de una época anterior a la llegada del turismo. Se perciben en las paredes de piedra construidas a mano; en las losas de pizarra, resistentes a la cruda intemperie, que llegaron de la mina negra de Literola; en los rebaños de ganado bovino y equino que aún suben a los pastos de las montañas de Estós, Vallibierna, La Vall, Ardonés y Ampriú en verano; y en las chimeneas que todavía recuerdan la leña de los bosques, el calor de la carne de caza guisada en el hogar y el miedo a las brujas.
El municipio de Benasque, formado por los pueblos de Benasque, Cerler y Anciles, supondrá un descanso en el ascenso a las cumbres más altas. Un paseo por sus estrechas y calles grises —blancas en invierno— nos mostrará una plausible combinación entre edificios centenarios —cuyos moradores todavía pueden contar historias de siglos pasados— y nuevas viviendas que han intentado no desentonar con el entorno; una combinación que refleja la necesaria convivencia entre tradición y modernidad a los pies de las cimas que tientan, provocadoras, a los más atrevidos. Los montañeros de antes y ahora desearon y desean coronar esas cimas que representan la experiencia total, el punto de contacto entre el cielo y la tierra. Y es en ese deseo cumplido donde se funde el carácter del montañés y del montañero. Ambos aceptan el desafío espiritual que reza: a corto plazo atravesarás dificultades, penurias y esfuerzos, pero perseverarás en el empeño, superarás la adversidad y coronarás la cima.
La montaña sigue ahí para recordarnos que debemos mirar más allá de nosotros mismos, que somos parte de un todo mucho mayor, de un universo infinito. La montaña es un ensayo de la vida. Quien consigue comprenderla, aunque sea de manera parcial, sigue con su viaje a otros destinos satisfecho y, sin duda, mucho más sabio.